Junto a escribir, otra de mis grandes pasiones es la historia, especialmente la historia del siglo XX y la de su mayor conflicto: la Segunda Guerra Mundial. Así que cuando descubrí esta historia publicada por The Atlantic a través de Passive Voice, no pude resistirme a traducirla para que todos podáis conocerla. Mi agradecimiento a su autor original, Yoni Appelbaum, por descubrirme un aspecto de la IIGM que no conocía.
Las editoriales regalaron 122.951.031 libros durante la Segunda Guerra Mundial y con ello, crearon una nación de lectores
En 1943, en medio de la Segunda Guerra Mundial, las editoriales de Estados Unidos realizaron una arriesgada apuesta. Decidieron vender a las fuerzas armadas ediciones baratas en rústica, enviadas a las unidades repartidas por todo el mundo. En lugar de imprimir solo los libros que los soldados y marineros querían leer, las editoriales decidieron enviarles lo mejor de su catálogo. Así, durante los siguientes cuatro años, las editoriales regalaron 122.951.031 copias de sus títulos más valiosos.
«Algunas editoriales pensaban que su negocio iba a la ruina», decía el prominente locutor H.V. Kaltenborn a su audiencia en 1944. «Pero hago esta predicción: las editoriales de América han cooperado en un experimento que, por primera vez, nos convertirá en una nación de lectores». Tenía toda la razón. Desde las pequeñas islas del Pacífico hasta las trincheras de Europa, los soldados descubrieron la deliciosa adicción de un buen libro. Regalando lo mejor de su catálogo, la industria editorial creó un mercado mucho mayor para sus productos. Aún más importante, también democratizó los placeres de la lectura, poniendo a disposición de todos la literatura, la poesía y la historia.
Los libros «serios» eran difíciles de encontrar antes de la guerra. Un estudio de la industria en 1931 destaca la audiencia limitada del negocio de los libros. Diecinueve de cada veinte libros vendidos por las grandes casas editoriales costaban más de dos dólares, un lujo incluso antes de la Gran Depresión. Aquellos que podían permitírselo, a menudo les costaba encontrarlos. Dos de cada tres pueblos de Estados Unidos no tenían ninguna librería, ni siquiera una tienda o drugstore que vendiera suficientes libros para tener una cuenta con una editorial. En las áreas rurales, las pequeñas ciudades o incluso las ciudades de tamaño mediano, los lectores habituales compraban sus libros de la misma forma que compraban otros bienes del hogar, a través de catálogos de venta por correo. La mayor parte, ni eso.
Había otra clase de libros, menos respetable, que disfrutaba de una mayor distribución. Los cómics y novelas baratas de misterio o westerns podían comprarse en quioscos de prensa, en ediciones en rústica mucho más baratas de fabricar que los libros de tapa dura. Durante los años 20 y 30, las editoriales intentaron aprovechar este formato para publicar una gran variedad de títulos. La mayoría de esos esfuerzos cayeron en saco roto. Entonces, en 1939, dos nuevos jugadores cambiaron el escenario. Pocket Books y Penguin Books ofrecían una mezcla de nuevos títulos y reimpresiones de libros de tapas dura, incluyendo algunos de vocación literaria. Lo más importante es que vendían estos libros en rústica en las estanterías de las revistas.
Los estadounidenses podían gastar veinticinco centavos y comprar un libro en cualquier lugar de la ciudad, en estaciones de tren y drugstores. En un año, se vendieron seis millones de libros en rústica. En 1943, solo Pocket Books imprimió treinta y ocho millones de copias. «Es increíble», dijo el presidente de Random House. «Es terrorífico».
Las editoriales de la vieja escuela tenían buenos motivos para estar asustadas. Su negocio era vender un producto premium a una audiencia pudiente. La súbita explosión de ediciones en rústica amenazaba con embarrar su refinado negocio y erosionar su prestigio. Aquel formato, barato y desechable, parecía más adecuado para trabajos de poco valor. Que Penguin y Pocket Books incluyeran algunos títulos distinguidos en su catálogo amenazaba la estabilidad de esas categorías, incluso con sus ventas enfocadas en la parte baja de la escala. Las ediciones en rústica estaban expandiendo el mercado de los libros, pero el mercado seguía dividido.
En ese momento, se interpuso la guerra. Los actores clave del sector del libro se organizaron en el Consejo de Libros en Tiempo de Guerra, con la esperanza de usar los libros para colaborar en el esfuerzo bélico. En febrero de 1943, hicieron circular una audaz propuesta: imprimir y vender millones de libros al ejército, a solo seis centavos el ejemplar.
Los libros de tapa dura no podían producirse de forma tan barata, pero las revistas sí. Así que el Consejo decidió usar las rotativas de revista, imprimiendo dos copias en cada página y después cortando el libro por la mitad en perpendicular al lomo. El resultado era un libro más ancho que largo, con dos columnas de texto para leerlo mejor con poca luz. Pero la auténtica innovación fue menos tecnológica y más ideológica. Las editoriales se habían propuesto tomar los libros disponibles solo en tapa dura y producirlos en este formato más desechable.
El plan, tremendamente ambicioso, produciría con toda seguridad una reacción escéptica entre las editoriales, a las que se pedía que donaran los derechos de su propiedad más valiosa. Así, que el presidente del comité, W.W. Norton, se preocupó de apelar no solo al patriotismo de las editoriales, sino también a la búsqueda de beneficios. «El resultado neto para la industria y para el futuro del libro solo puede ser útil», explicó. «El simple hecho de que millones de hombres tengan la oportunidad de aprender qué es un libro y lo que puede significar va a ejercer, ahora y en los años de posguerra, una tremenda influencia en futuro de la industria».
No todo el mundo estuvo de acuerdo. Algunas editoriales se preocupaban de que los libros, reservados para los soldados, pudieran inundar el mercado civil. Otros estaban preocupados de que si los soldados se acostumbraban a libros de seis centavos, sería imposible venderles libros de tapa dura de dos dólares.
No obstante, incluso los escépticos del programa como negocio tuvieron que ceder como prueba de sus valores patrióticos. El Consejo comparó sus propios esfuerzos para distribuir todo tipo de libros con la quema de libros por parte del régimen nazi. «A la gente en las tierras del Eje se les ocultan por la fuerza los hechos de nuestro tiempo y se les dice qué pensar», decía el New York Times en un editorial. «A la gente de esta nación libre se les provee con la verdad como hombres libres y, con confianza, se les deja pensar por sí mismos».
El ejército y la marina apoyaron el programa y, en julio de 1943, comenzaron a enviar los libros por todo el mundo. El Consejo se planteó como objetivo producir una caja de libros para cada 150 soldados y marineros, y también mandó cajas a destacamentos más pequeños y alejados. Para la primavera de 1945, el programa enviaba 155.000 cajas cada mes de estas Ediciones para las Fuerzas Armadas, con cuarenta nuevos libros en cada caja. Dondequiera que llegaran, los soldados las rompían y comenzaban a leer.
«Manoseados, mohosos y empapados por la humedad, estos libros llegan hasta el frente», escribió un reportero de guerra en el Pacífico suroeste. «Porque son lo que son, porque pueden guardarse en un bolsillo lateral o guardarse en una mochila, los hombres están leyendo donde nadie ha leído antes». Un teniente en las Islas Marshall escribió sobre soldados devorando libros «en un refugio bajo la tenue luz de una bengala, incluso después de que suene la sirena de alarma y debieran esconderse en su trinchera». Otro soldado escribió que «los libros son leídos hasta que se deshacen».
Incluso con millones de libros llegando al extranjero, la demanda sobrepasaba a menudo el suministro. Un fusilero que sirvió en Europa recuerda los libros como «auténticos salvavidas», pero se quejaba de que los jefes y las unidades de retaguardia los acaparaban antes de que pudieran llegar a las tropas de primera línea. Otro soldado, que solo pudo conseguir dos libros en tres años y medio, terminó preguntando desesperado si podía comprar copias de su propio bolsillo.
Los libros eran «tan populares como las chicas de calendario», decía un soldado destinado a Nueva Guinea. Desde luego, a menudo servían para los mismos propósitos. «Los favoritos», detallaba un estudio, «son las novelas que tratan con franqueza las relaciones sexuales (a pesar del tono, el mérito literario o el punto de vista, sin importar si el libro es serio, humorístico, romántico, excitante o simplemente aburrido)». El sexo vendía. Igual que los westerns o las novelas de misterio.
Pese a esto, el Consejo hizo un esfuerzo deliberado para conducir sus selecciones al extremo más literario de la escala. Un plan primitivo, preparado por el ejército apenas una semana después de Pearl Harbor, especificaba que los libros debían ser «de naturaleza popular y recreativa, con dibujos e ilustraciones en cantidad». El ejército solo quería entretener a las tropas. Cuando el Consejo asumió el control, puso su objetivo considerablemente más alto.
La caja de treinta o cuarenta libros enviada a miles de unidades cada mes podía incluir This is Murder, Mr. Jones o un western de Zane Grey, pero también los poemas de Carl Sandburg o Tristram Shandy, o The Making of Modern Britain. Casi todos ellos solo estaban disponibles como caras ediciones de tapa dura en el mercado civil y unos pocos eran recopilaciones originales hechas exclusivamente para el programa. El objetivo era, como explicaba W.W. Norton, ofrecer «libros nuevos y libros de valor perdurable» que pudieran mantener a los soldados y marineros «en contacto con el pensamiento y la vida de su país». El Consejo de Libros no tenía como objetivo solo entretener, sino también educar e inspirar.
En este empeño, las editoriales mezclaron el más alto idealismo con el interés propio. Perdidos en bases en el extranjero, combatiendo el aburrimiento, muchos lectores cogieron libros que quizá no hubieran tocado nunca, agradecidos de tener algo para leer. Algunos estaban molestos por no tener más que poesía, historia o novelas más «literarias». Pero muchos otros encontraron su primer contacto con esos libros seriamente adictivo.
Un soldado con una ventaja inusual fue Joe Allen, que pasó del Consejo a las filas del ejército como soldado y tuvo la oportunidad de ver su impacto de primera mano. «Estáis inculcando en ellos, lo sepáis o no, un gusto por la buena lectura que seguro que pervivirá cuando llegue la victoria», dijo. «He visto a más de un hombre que nunca antes había tenido la paciencia o la inclinación por leer un libro, tomar uno de los del Consejo, leerlo absorto y después pedir más». Los soldados estaban «adquiriendo un nuevo hábito, el de la lectura», coincidía un teniente en el Pacífico, que escribió que esto «se convertirá en mayores ventas de libros en el futuro».
Los libros pertenecían a los propios soldados, que se los pasaban entre ellos, los rompían para compartirlos a trozos o los leían en voz alta a sus compañeros. La literatura, que ya no estaba restringida a los que podían permitírsela, se convirtió en su posesión común. Un piloto en el escenario China-Burma-India escribió que sus homólogos británicos encontraban el programa «rompedor», que traducía después como «superchulo». Las Ediciones de las Fuerzas Armadas, escribió, «han puesto la buena literatura en un nivel democrático que nunca antes había disfrutado».
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Soldados con destino Guadalcanal cogen libros a medida que suben al barco (US Navy vía The Atlantic)
Algunas de estas selecciones tuvieron otras consecuencias. En 1945, el Consejo tomó una vieja novela de F. Scott Fitzgerald que nunca había conseguido el éxito. Había vendido 120 copias el año anterior y otras 33 en 1945 antes de ser descatalogada. Las 155.000 copias de El gran Gatsby que mandaron a las tropas empequeñecieron sus anteriores tiradas combinadas. Impulsada por esa exposición, terminaría convirtiéndose en uno de los grandes éxitos comerciales del siglo XX.
No obstante, a menudo la participación en el programa suponía un coste a corto plazo para la industria editorial. Ningún libro generó más pasión entre sus lectores que A Tree Grows in Brooklyn, una árida novela sobre alcanzar la madurez. En una isla del Pacífico, un soldado afortunado recibió una nueva copia «aullando de alegría», pero sabía que tendría que dormir encima del libro si esperaba conservarlo lo suficiente para poderlo terminar. Un marine de 20 años «atravesó un infierno» durante dos años de combate, pero escribió desde la cama del hospital que el libro le había hecho sentirse humano de nuevo. Podría ser, concedía, «inusual para un marine supuestamente endurecido por la batalla hacer algo tan afeminado como llorar por una obra de ficción», pero ya estaba leyendo el libro por tercera vez. En Francia, el coronel al mando de un batallón antiaéreo asediado por la artillería alemana encontró a uno de sus soldados leyendo el libro entre explosiones. «Comenzaba a leernos un trozo… y nos reíamos como locos entre estallido. Desde luego, era divertido». El duro alumno de West Point consiguió una copia propia más tarde y estuvo tentado de leerla mientras estaba herido e inmovilizado por el fuego enemigo. «Era así de interesante», recordaba en una carta a la editorial.
Pero A Tree Grows in Brooklyn no era un viejo clásico que hubiera pasado al dominio público, ni un título que había agotado su nicho y languidecía en el catálogo. Fue un best seller en 1943, cuando las Ediciones de las Fuerzas Armadas imprimieron 52.000 copias y las mandaron al extranjero. Fue el tercero en las listas de ventas en 1944, y se imprimió una segunda edición para los soldados de 76.000 ejemplares. Los lectores civiles compraban las caras ediciones de tapa dura. Los soldados leían el libro gratis. Las regalías por cada edición para los soldados eran de un centavo el volumen, dividido entre el autor y la editorial, que estaban dejando escapar enormes sumas de dinero al permitir que el libro se distribuyera como una Edición de las Fuerzas Armadas. Esto fue un acto de patriotismo, pero también una apuesta a que podrían beneficiarse en el futuro de esa exposición.
Y era una auténtica apuesta. Nadie sabía si los soldados seguirían leyendo cuando volvieran a casa, y mucho menos si buscarían libros serios cuando había abundancia de lecturas más ligeras. Las ventas se habían estancado durante la Primera Guerra Mundial y después cayeron durante la paz. Las editoriales temían que volviera a ocurrir lo mismo. En la Segunda Guerra Mundial, los soldados leían libros por aburrimiento y desesperación. «Los leen porque no tienen otra cosa que hacer… o que leer», concedía Willis Jacobs, un soldado que volvió tras la guerra a su puesto de profesor de lengua inglesa. Sin embargo, en casa había muchas alternativas competiendo por la atención de los soldados. ¿Y cómo podrían ser estos convencidos de que los libros son valiosos cuando se habían acostumbrado a considerarlos desechables?
Jacobs ofrece una respuesta. Los veteranos seguirán leyendo si los libros son ubicuos, vendiendo libros en rústica en los quioscos, tiendas y drugstores y haciéndolos tan abundantes, y casi tan baratos, como fueron durante la guerra. «Se ganaron al soldado, también pueden ganarse al civil», concluye Jacobs. Algunos soldados podrían abandonar los libros, pero «los hábitos de lectura adquiridos por millones no son fáciles de romper», decía la revista Time. «El apetito del público va a ser saciado y estimulado por la producción y distribución masiva de libros en una escala sin precedentes».
Las ventas de los libros en rústica cayeron, tal y como se temía, en 1946. Pero sorprendentemente fueron los textos más ligeros los que dejaron de venderse. Los trabajos más serios se mantuvieron. Las editoriales ajustaron y redoblaron sus esfuerzos de marketing. Hallaron miles de nuevos puntos de venta, justo como Jacobs había predicho. Ampliaron su selección de títulos, ofreciendo novelas literarias, historia, colecciones de poesía y libros sobre ciencia junto a los misterios y westerns. Las ventas se recobraron y en 1950, las editoriales vendieron 214 millones de copias de 642 títulos diferentes en rústica, suficiente para que cada adulto del país comprara un par de libros.
Lejos de destruir el mercado tradicional, H.V. Kaltenborn había vaticinado en 1943 que los libros baratos y abundantes ayudarían a que floreciese. «Los libros del mañana se venderán al público por diez centavos y en ediciones de dos dólares. Y el libro de diez centavos hará el de dos dólares todavía más popular de lo que es hoy». Los libros costaban veinticinco centavos, pero en todo lo demás tenía razón.
De repente, cualquiera que lo deseara, podía llenar una estantería con libros. Las ediciones en rústica perdieron su estigma. Las Ediciones de las Fuerzas Armadas tuvieron éxito al «acostumbrar a una generación más joven a convivir en su hogar con libros en rústica». La nueva tecnología, al principio temida y despreciada, se convirtió en la salvación de la industria. Muchos lectores se engancharon con los libros en rústica y después compraron ediciones en tapa dura, aumentando las ventas y facilitando a la vieja industria editorial un mercado mucho mayor para sus productos.
Los estudiantes compraron libros en rústica para sus cursos, a medida que los soldados regresaban al sistema educativo gracias a la Montgomery GI Bill. Surgieron docenas de clubs de lectura, que mandaban un volumen cada mes a sus miembros. Lo que una vez fue un distintivo de la élite, una estantería llena de libros, se convirtió en un signo de la pujante clase media. Las décadas que siguieron a la guerra fueron años de auge para el negocio editorial, con audiencias crecientes y ventas que se doblaban y redoblaban una y otra vez.
«Hasta donde sé, nadie en este mundo», dijo una vez el crítico social H.L. Mencken, «ha perdido dinero por subestimar la inteligencia de las masas del pueblo llano». Con las Ediciones de las Fuerzas Armadas, las editoriales apostaron a que poniendo buenos libros a disposición del ciudadano medio, este querría más. La industria editorial hizo una fortuna apostando por la inteligencia de las masas y probando el error de Mencken.
No tenía ni idea de esto. ¡Súper interesante!
Nunca te acostarás sin saber una cosa más, jejeje… ¡Gracias por la visita y el comentario, Raquel!