Vivimos en una época de cambios, y para los que ya llevamos varias décadas en este planeta, se puede decir que el cambio es lo único que hay permanente.
Cuando yo crecí, tan solo había dos canales de televisión. Si quería un libro, caminaba hasta la biblioteca o iba a alguna librería a comprarlo. Si quería un libro concreto, tenía que buscarlo en diferentes librerías confiando en que alguna lo tuviera dentro de su catálogo. Las excursiones al Rastro o a la Feria del Libro eran un acontecimiento, y el cielo era para mí un lugar repleto de libros, como la Biblioteca Infinita de Borges.
El tiempo pasó y en España se crearon bastantes más canales de televisión. Seguía teniendo que caminar hasta la biblioteca o ir a alguna librería a comprar libros, pero en mis años universitarios accedí a un nuevo mundo cuando descubrí que en la biblioteca de mi Facultad había títulos en ingles. Y no solo eso, sino que podía consultar el catálogo de todas las bibliotecas de todas las facultades de mi universidad, accediendo a muchos libros que jamás habría imaginado poder leer, como este por ejemplo.
Todo eso en el primer año de carrera. Decir que mis horizontes se ampliaron es un eufemismo.
Pero en el tercer año de carrera ocurrió algo que los amplió todavía más, aunque en ese momento no lo supe. Mi Facultad dispuso unos ordenadores desde los que podías conectarte a Internet.
(Sí, entonces escribíamos Internet con mayúscula. Hacerlo hoy así sería tan tonto como escribir Televisión).
El caso es que ese primer contacto con Internet se hizo permanente cuando empecé a trabajar un par de años después. Internet pasó de ser una curiosidad y algo solo para frikis a un medio cada vez más masivo. Descubrí páginas como Microsiervos y empecé a leer a Enrique Dans. Y también seguía leyendo libros, por supuesto, y soñando con escribirlos.
Solo soñando, porque jamás me habría planteado ser capaz de hacerlo. Era algo inalcanzable, para lo que no me sentía preparado aunque mi trabajo consistía (y sigue consistiendo) en su mayor parte en escribir. Pero esa cosa nueva que acababa de surgir, llamada blog… de eso sí que me sentía capaz.
Durante los siguientes tres años escribí y publiqué varios blogs personales, que borré más tarde en un ataque de recato del que hoy me arrepiento. Con nombres coloridos como Crónicas de Kalmuck, Haceros inoxidables, El gabinete del Doctor Muerto o La verdad está ahí fuera, me sirvieron para calmar la pulsión de escribir, al menos por un tiempo.
Tras el ataque de recato, pasé un tiempo alejado de la blogosfera, pero seguía necesitando escribir. Así nació mi penúltimo blog y el más exitoso de todos hasta entonces, Escomunicacion. Durante cuatro años, me dediqué a escribir artículos sobre comunicación, periodismo y política, aderezados con un toque de tecnología. En su última etapa, el blog se convirtió en un espejo del cambio de paradigma en el sector del periodismo a causa de la transformación digital, un cambio apasionante que sigue en curso mientras estás leyendo estas líneas y que guarda no pocos paralelismos con la industria del libro.
(Sí, no te creas que la industria del libro es especial. Antes que ella han pasado por el cambio de paradigma otras industrias como la telefonía, la industria discográfica, el cine o todo lo que rodea al turismo. Y en pocos años le tocará el turno a la industria del automóvil o la energética. El cambio no solo es una constante, es imparable).
Mientras estudiaba y observaba ese cambio, uno de los aspectos que cada vez surgía con más frecuencia era el crecimiento del Kindle de Amazon. Aquel aparato tan novedoso me llamó poderosamente la atención, por lo que terminé haciéndome con uno, un Kindle DX, maravilloso aparato que se adelantó a su tiempo y que todavía conservo.
Con el Kindle DX comencé a leer todavía más, descubriendo el gozo de poder comprar cualquier libro que quisiera en un momento, y llevar toda una biblioteca dentro de mi mochila. Comencé a averiguar más sobre cómo la revolución digital afectaba a la industria del libro. Comencé a seguir a gente como Fernando Trujillo, Joanna Penn y sobre todo, Dean Wesley Smith.
A este último le he mencionado más de una vez en esta bitácora y no es para menos. Lo primero que leí de él fue una serie de artículos en su blog sobre cómo iba a escribir una novela en directo durante diez días. Ni que decir tiene que seguí cada una de las entregas religiosamente, y lo que leí me sirvió para comprender el proceso de creación de un libro mucho mejor que cualquier otra cosa que conociera hasta entonces.
Sin embargo, no me sentía capaz. No todavía. Seguí leyendo a esos autores y a muchos otros, en internet (con minúscula desde hace mucho tiempo) y en los libros que compraba, cada vez más en versión electrónica y menos en papel. En 2013, todo eso cristaliza en una tarde que recuerdo perfectamente.
Era una tarde de viernes y, en mi trabajo de entonces, estas solían ser muy relajadas, como era el caso. Aburrido, abrí un documento de word y me puse a escribir, con la idea de crear la historia de superhéroes que me gustaría leer. Comencé a escribir y cuando quise darme cuenta llevaba varias páginas y estaba enganchado.
Por primera vez desde que estaba en la Universidad, ese texto lo leyeron más personas: mi entonces novia y hoy esposa, y un buen compañero de trabajo al que llamaremos JS para resguardar su intimidad. Los dos quedaron encantados con la historia y eso me animó a seguir escribiendo.
Seguí así durante unos meses, añadiendo nuevos capítulos a la historia y disfrutando cada minuto, pero como escritor primerizo que era, me faltaba contención y la historia pronto se me fue de las manos. Aquella novela terminó deteniéndose cuando perdió el impulso inicial, pero sirvió para demostrarme a mí mismo que era capaz de contar historias. Solo necesitaba terminarlas.
El 10 de noviembre de 2013 —y conozco la fecha exacta porque comencé mi diario un par de meses antes— comienzo a escribir el que será mi primer libro, La Cosmonave perdida, que surge de jugar durante un buen rato con un generador de nombres aleatorios. Cincuenta y cinco días después, el 3 de enero de 2014, escribo la última página.
Y solo fue el comienzo.
Otro domingo continuaré con mi origen secreto. Mañana, más. ¡Feliz escritura!
Imagen: Samuel Zeller en Unsplash
El principio de la historia es muy común a todos los que nacimos por los 70 (supongo que es así por los datos que das)
Y 55 días para escribir tu primera novela, es un número que se parece bastante al mío, en mi primera novela. Todo el mundo me pregunta cuanto tarde y yo les contesto: ¿Cuánto desde que momento? Pues una cosa es sentarse y escribir la novela y otra muy distinta es generarla en tu cabeza. Eso último te puede llevar años.
Un saludo.
Cada escritor es un mundo, David. En mi caso fueron 55 días partiendo de cero; otros casos pueden necesitar años, como indicas. Ningún método es mejor que otro, cada escritor usa el que más le acomoda, al fin y al cabo. ¡Un saludo y gracias por la visita y el comentario!