En estos momentos me encuentro de vacaciones, y aunque sigo escribiendo, no publicaré nuevas entradas durante unos días. Mientras tanto, os dejo con un pequeño relato para pasar la Pascua. 

Cuando entré en su despacho, el doctor Isaac Clarke estaba de pie frente a la ventana, observando el paisaje. Sus características patillas canosas y pobladas enmarcaban su cabeza y la luz del sol primaveral le iluminaba el rostro. Imaginé que no se había dado cuenta de que estaba acompañado, así que me aclaré la garganta para alertarle de mi presencia. Casi por ensalmo, dejo su inmovilidad de estatua y se giró para recibirme.

—Buenos días, muchacho. Tu debes ser…

—Heinlein, señor, Richard Heinlein. Es un placer conocerle.

—Lo mismo digo, muchacho; siéntate.

Me indicó la silla que estaba frente a su escritorio y tomé asiento. Mientras el doctor se sentaba, eché un vistazo rápido a su despacho, caracterizado por tener una pared cubierta de estanterías llenas de libros desde el suelo hasta el techo. Aparte de eso, era una estancia bastante espartana, con un par de sillas, el sillón donde se había sentado el doctor y una mesa de escritorio en la que descansaba un portátil, un cuaderno de notas y un pequeño trofeo.

La habitación era un fiel reflejo de su dueño, el doctor Clarke, decano de la Facultad de Filosofía y excéntrico como todo hombre sabio. Iba vestido con una chaqueta de pana remendada en los codos, una camisa oscura y un pantalón de vestir sencillo, también oscuro. Su mirada viva y brillante contrastaba con la expresión de su rostro a veces despistada, a veces ausente, como si ponderase misterios insondables para todos menos para él. Sus pobladas patillas, a las que ya me he referido, recorrían su mandíbula sin llegar a unirse en la barbilla y venían a morir en una calva brillante y lustrosa.

Aquel era el hombre al que tendría que impresionar para conseguir una plaza como profesor para el siguiente curso académico. Confiaba en mis propias posibilidades: tenía un currículo brillante, varios trabajos publicados en las revistas más prestigiosas de nuestro sector y venía de ejercer de profesor invitado durante dos años en una destacada universidad europea. Quizá hubiera otros candidatos, pero ninguno podía compararse conmigo. Así y todo, tenía que convencer a aquel hombre, sin cuyo beneplácito nunca podría hacerme con la plaza.

—Entonces, señor Heinlein, ¿tiene usted interés en formar parte de nuestro profesorado?

—Sí, señor, creo que encontrará que mi carrera, expediente y conocimientos son los adecuados para la posición.

—No lo dudo. Desde luego sus credenciales son impecables y parece que está usted hecho para el puesto.

—Muchas gracias, doctor Clarke.

—No se lo decía como un cumplido. Creo que usted ha sido fabricado expresamente para este puesto, para el papel que debe desempeñar.

—¿Perdone? —Abrí los ojos sorprendido, no podía imaginar qué pretendía con aquel comentario.

—Es usted perfecto para el puesto, por varias razones. Por su experiencia en el extranjero y su conocimiento de varias lenguas foráneas, sería una extraordinaria adición a nuestro profesorado; los últimos textos que ha publicado han sido aclamados unánimemente y hasta el libro de poemas que ha editado en una pequeña editorial ha resultado ser un modesto bestseller. Es usted un hombre de éxito, señor Heinlein.

—Bueno… no puedo negar que me han ido bien las cosas, gracias a mucho trabajo y un poco de suerte…

—¿Está usted seguro?

—¿Disculpe? —Por increíble que pareciera, con sus preguntas, el doctor estaba empezando a ponerme incómodo.

—Sígame el juego por un momento. ¿No considera extraordinario que en la Facultad necesitemos un profesor como usted y que aparezca… bueno, usted?

—No estoy seguro de entenderle, doctor Clarke. —Si aquello era una prueba, esperaba que terminara pronto o que llegase de una vez por todas al quid de la cuestión.

—Intentaré reformular mi pregunta. —Apoyó los codos sobre la mesa de su escritorio, con un brillo en sus ojos que no pude decidir si era de inteligencia o de locura—. Tenemos unos requisitos muy exigentes para formar parte de la Facultad; no solo hay que ser brillante académicamente sino que hay que tener experiencia laboral y docente, además de textos publicados al menos en dos de las revistas de referencia de nuestro ámbito. No todo el mundo puede entrar a formar parte de nuestro claustro, señor Heinlein. De hecho, solo hay una persona cualificada para el puesto y es usted, que cumple con todo lo que exigimos y aún más. En condiciones normales, no sería un problema, pero cuando recibí su currículo, fue una más dentro de una serie de pequeñas piezas de puzzle, un rompecabezas que gracias a usted he podido completar.

No supe que decir, y el doctor Clarke aprovechó mi silencio para seguir hablando.

—La perfección con que usted se acomodaba al puesto me hizo sospechar, nadie puede ser tan perfecto. —El doctor Clarke se levantó y comenzó a caminar por la habitación—. Eso hizo que me pusiera a pensar y a atar cabos que antes ni siquiera imaginaba que estaban sueltos. Desde un punto de vista determinista, no hay manera de explicar cómo surge un candidato perfecto para un puesto ¿Acaso sus actos han determinado que existe el puesto? No, no hay ninguna lógica en ello y tampoco podemos explicarlo por el mero azar. Las probabilidades de que hubiese una persona perfecta para esta plaza eran mínimas, una jugada de dados imposible. No, la única explicación posible era que usted hubiese sido creado específicamente para este puesto.

—Doctor Clarke, creo que se está excediendo. —Comencé a levantarme cuando sentí un golpe fuerte en la cara y caí al suelo. El sabor de la sangre inundó mi boca y noté como un diente se me había partido. Por el momento, el shock anulaba el dolor, pero pronto pasaría. Llevando una mano a la boca, miré al doctor Clarke, que había cogido su trofeo de la mesa y me había cruzado la cara con el. Rastros de sangre (¡mi sangre!) manchaban el antes inmaculado galardón.

—¡No me diga lo que cree o deja de creer… constructo! —pronunció esa palabra con rabia, como si fuese el peor de los insultos— ¡Por su culpa, estamos condenados!

Retrocedí lentamente, sin perder de vista a aquel maníaco, palpando mi mandíbula y asegurándome que no estuviera rota. Tenía que entretenerle como fuera y salir de aquel despacho, buscar ayuda.

—En cuanto fui consciente de que usted había sido creado, fue como si una pared se hubiera derrumbado en mi mente y fuera capaz de ver lo que hay al otro lado. —Los ojos del doctor se inundaron de lágrimas—. No existe tal cosa como el libre albedrío, muchacho, ni tampoco el destino. Tan solo somos títeres de una inteligencia superior, un divertimento pasajero que cesará su existencia cuando cumpla su función.

—¿Qué quiere decir, doctor Clarke? ¿Que Dios nos ha puesto en la tierra para que cumplamos un papel? —Me arrastré hacia la puerta despacio; afortunadamente, aquel loco se dirigía hacía la ventana.

—No sea estúpido, Dios tampoco existe. Ahora que he descubierto que no somos más que creaciones, ya no tiene sentido hablar de dioses, hombres o monstruos. Nada tiene sentido, salvo el que nos dictan nuestros invisibles amos. —Se asomó por la ventana, pegando la cara al cristal—. Cuando usted llegó estaba intentando ver si algo se movía fuera. Llevaba unos cinco minutos cuando usted llegó y en todo ese tiempo, nada había pasado fuera, como si el campus y el cielo no fuesen más que un papel pintado. Y sigue sin moverse nada.

Mientras el doctor Clarke hablaba, me puse en pie como pude y cogí el pomo de la puerta para abrirla. Estaba atascada y no cedió a ninguno de mis esfuerzos.

—No tiene sentido que intente huir, señor Heinlein. Nuestros destinos estaban sellados desde el mismo momento que entró por la puerta. Ahora que ya conozco la verdad, no podemos seguir existiendo y tenemos que ser borrados.

Tiré de la puerta con todas mis fuerzas pero no se movió ni un milímetro, como si estuviera pegada a la pared. Le di una patada y fue como si hubiera golpeado una roca. Caí al suelo agarrando mi pie magullado. No sabía cómo había conseguido ese loco cerrar de esa forma una simple puerta de madera, pero tenía que escapar de allí.

—Lo que nos está pasando ahora es que la realidad se ha congelado a nuestro alrededor y está colapsando sobre nosotros. —Se quedó pensativo, mirando al techo—. Es una interesante cuestión. ¿Somos nosotros los que somos eliminados de la realidad que hemos conocido o es esa realidad completa la que desaparece con nosotros? Aunque lo cierto es que, en realidad, da igual. —Y comenzó a reír como un demente.

Yo seguía buscando una manera de salir de la habitación y, aprovechando que con el ataque de risa se había alejado de la ventana, me acerqué para abrirla y saltar. Estábamos en un primer piso, así que la caída no me mataría. Solo quería salir de allí, pero la ventana estaba igual de bloqueada que la puerta. Golpeé el cristal con mi codo y de nuevo fue como si golpeara una pared de piedra.

—No insista, señor Heinlein, o señor constructo. No hay escapatoria posible al fin de la realidad. Cada vez está más cerca de nosotros. —Volvió a reír—. Y yo que me levanté esta mañana deseando un cambio en la rutina…

—Doctor Clarke, por favor, dígame que ha hecho para cerrar esta habitación, ¡déjeme salir! —dije, comenzando a llorar sin control.

—No he hecho nada, muchacho, es la realidad que cada vez ocupa menos, ahora mismo toda la existencia se reduce a estas cuatro paredes, no hay nada fuera de ellas, salvo… nada.

Escuché un ruido parecido al de un trueno.

—Ahí lo tienes, muchacho, la nada viene a por nosotros, es el fin.

—¡Doctor Clarke!

—Debe ser un fenómeno curioso visto desde fuera. En cuanto esta habitación colapse, será como si de repente todo hubiera desaparecido, como si solo hubiera una nada donde antes había algo, un espacio en blanc

——————————

Dedicado humildemente a Isaac Asimov, Arthur C. Clarke, Robert A. Heinlein y Philip K. Dick por tantas horas de apasionante lectura.